En los últimos años ha surgido un agrio debate en el seno del ecologismo sobre la idea del colapso, término que se utiliza para referirse a la quiebra a gran escala de la civilización capitalista. El colapso estaría causado por el conjunto de crisis que padecemos y que en la actualidad están agrandándose. La más debatida es la crisis climática, pero hay también una crisis de pérdida de biodiversidad, otra en ciernes de disminución de recursos energéticos y unas cuantas más, relacionadas con los límites planetarios y las estructuras del sistema de acumulación capitalista.
De acuerdo con eso, el colapso sobrevendría cuando superáramos cierto nivel de calentamiento global y se produjese un cúmulo de impactos climáticos a los que ya no podríamos hacer frente (sequías gigantescas, incendios imposibles de apagar, ciclones y lluvias torrenciales de grandes dimensiones, pérdida generalizada de cosechas...), impactos que vendrían acompañados de otras crisis no menos graves, como son la escasez de agua potable, la creciente insuficiencia de recursos energéticos y minerales, las crisis financieras derivadas de lo anterior y, finalmente, la ruptura en mil pedazos de la cadena internacional de suministros. El colapso no tendría por qué producirse de forma repentina, sino que podría irse dando por etapas, generando situaciones que serían cada vez más graves, al tiempo que disminuirían nuestros medios para hacerles frente. Pero, sea más lento o más abrupto, el colapso daría lugar a situaciones generalizadas de hambre y sufrimiento humano.
Hay muchos ecologistas que advierten desde hace tiempo que no estamos afrontando con rigor la emergencia climática (ni las demás crisis relacionadas con los límites planetarios) y ello nos llevará indefectiblemente al colapso. Y el acerbo debate al que me refiero surge cuando otros ecologistas acusan a los primeros de colapsistas y dicen que divulgar la idea del colapso es desmovilizador y no ayuda a luchar contra la emergencia climática. Hablar de colapso, según esta postura, favorecería el pesimismo y la resignación: «si estamos condenados a sufrir una hecatombe global, para qué movilizarnos ahora para cambiar las cosas». Esta lucha, dicen, requiere que la gente tenga esperanza, que crea que aún es posible afrontar la emergencia climática, que centre su atención en los logros concretos que podemos alcanzar... Y así han surgido campañas como aquella que llevó por eslogan: «basta de distopías, volvamos a imaginar un futuro mejor», o libros que hablan contra «el mito del colapso».
Creo que el debate así planteado no le está haciendo ningún favor a la lucha climática y ecosocial. Se ha formulado como un debate entre quienes hablan del colapso como si lo creyeran inevitable y quienes rechazan esa idea, y la cosa no es tan simple. El colapso, ciertamente, no es inevitable, pero es una amenaza muy real, algo a lo que llegaremos si no hacemos un cambio de rumbo radical. En realidad, es algo hacia lo ya que estamos yendo, y sí, podemos evitarlo, o al menos evitar sus impactos más graves, pero solo si nos apresuramos a hacer un conjunto de cambios profundos, generalizados y sistémicos. Creo que la amenaza que tenemos en el horizonte debe ser explicada sin paliativos, por muy aterradora que resulte, de la misma forma que deben ser explicadas, sin edulcoramiento alguno, las dimensiones de los cambios que debemos realizar para evitar el colapso.
Lo primero que debemos reconocer es que ya estamos en una situación de emergencia climática. Se ha utilizado mucho este término (gobiernos y parlamentos han declarado la emergencia climática), pero ningún gobierno se comporta como si de verdad se tratara de una emergencia, y menos aún los poderes económicos. Tampoco la ciudadanía lo ha asumido de forma mayoritaria, a juzgar por las opciones políticas que se votan por doquier. La emergencia climática no parece haberse entendido.
Y, sin embargo, en los últimos años hemos estado sobrados de evidencias acerca de la gravedad de la emergencia. Llevamos tiempo batiendo los récords de temperatura año tras año, tanto en tierra como en los océanos; el verano boreal del 2023 fue el más cálido de los últimos 100.000 años (según un estudio publicado en BioScience); las olas de calor y los incendios de los últimos años han alcanzado dimensiones históricas, como los huracanes y las DANA. La crisis climática se acelera y, a medida que siga avanzando, las olas de calor, los incendios, las sequías y las inundaciones irán volviéndose más devastadoras; y con ello aumentará la pérdida anual de las cosechas y la escasez de agua potable. En el 2019, más de 11.000 científicos firmaron una carta en la que se decía que, si no se realizan acciones a gran escala, el cambio climático provocará «sufrimientos humanos indecibles».
De eso hablamos cuando utilizamos el término emergencia climática. Y no solo de eso. También hay que saber que, si seguimos calentando la atmósfera, vamos a desatar procesos naturales de retroalimentación que ya no podremos controlar de ninguna manera y que constituirán una amenaza existencial para la especie humana. El permafrost ha comenzado ya a descongelarse y puede liberar a la atmósfera una calidad de metano y de CO2 que lleve a estadios muy superiores de calentamiento; como también puede liberar esos gases de efecto invernadero el deshielo de los polos o el desequilibrio de los clatratos de metano que hay en las plataformas continentales de los océanos; o como puede hacerlo la muerte de los bosques. La posibilidad de superar esos puntos de inflexión es lo que más preocupa a los científicos. El IPCC dijo en el 2022 que pueden estar más cerca de lo que antes se creía y que con un calentamiento que se acerque a 2 ºC podríamos sobrepasar ya el umbral crítico en el que todo comience a acelerarse. La humanidad ha entrado en un terreno desconocido: desde que existe la agricultura y las civilizaciones humanas nunca habíamos tenido una temperatura atmosférica como la actual y mucho menos como la que podemos llegar a alcanzar.
Y el cambio climático es solo uno de los límites planetarios que estamos sobrepasando, de modo que la amenaza de colapso es evidente. No creo que desde la ciencia y el ecologismo deban esconderse estas realidades por miedo a provocar desánimo o resignación. Es más, no creo que la comprensión de la realidad provoque desmovilización. Bien al contrario, la juventud comenzó a movilizarse por el clima cuando estas cosas llegaron a su conocimiento. De modo que las dimensiones de la amenaza climática y el riesgo de colapso deberían ser explicados en toda su amplitud. Como también debe explicarse cuáles son las alternativas, cómo puede afrontarse la emergencia y cómo puede evitarse finalmente el colapso. Porque estamos obligados a tratar de evitarlo.
Y la alternativa no pasa por mantener una economía y un sistema que requiere de un crecimiento económico continuado. El actual modelo capitalista tiene una demanda energética en aumento que impide prescindir de los combustibles fósiles por más que se desarrollen las energías renovables. Estas están creciendo mucho, y ello es bueno, ya que, de otra manera, las cosas estarían peor de lo que están; pero el uso de combustibles fósiles no desciende, ni tiene perspectivas de hacerlo a corto plazo, como mostró el último informe de la Agencia Internacional de Energía presentado en vísperas de la COP29. Muchos gobiernos de todo el mundo se comprometieron en torno al 2020 a que en el 2030 habrían reducido sus emisiones a la mitad, pero estamos entrando en la mitad de la década y las emisiones siguen creciendo, como nos ha dicho el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente también antes de la COP29.
Todas las promesas climáticas de los gobiernos y las corporaciones son papel mojado si no consiguen reducir las emisiones de forma drástica, y eso no se logrará si todos los grandes negocios emisores siguen creciendo. Las empresas petroleras y gasistas, las automovilísticas, las agroindustriales, la industria ganadera, las aerolíneas, el transporte internacional, todos los que nos han conducido a la emergencia climática y ecosocial siguen con sus negocios y hacen lo posible por ampliarlos, y así no es posible reducir las emisiones. En todo caso, se reducen en una región (la UE), pero a costa de aumentarlas en otras, allá donde se lleva la producción de lo que consumimos.
Preguntarnos cómo construimos una alternativa real al actual estado de cosas nos lleva a reflexionar sobre otra crisis muy relacionada con la climática: la crisis de la desigualdad. La brecha entre las personas más ricas y el resto no ha hecho más que incrementarse y cada crisis económica ha servido para ello. Incluso la generada por la pandemia, en la que buena parte de la población mundial se empobreció (el número de pobres aumentó en 160 millones según Oxfam), sirvió para que otra se enriqueciese, y el número de multimillonarios creció en un 13,4 %, como informó Wealth-X. Las crecientes desigualdades son una amenaza civilizatoria que incluso reconocen los grandes poderes económicos, como se muestra en Davos, pero, además, están muy relacionadas con el calentamiento global: Oxfam calculó que el 1 % más rico produce tantas emisiones como los dos tercios más pobres de la humanidad. El consumo desmesurado de los ricos es una de las principales causas de la crisis climática.
Las transformaciones que debemos hacer para afrontar la emergencia climática son sistémicas, no solo porque debemos reducir las desigualdades, sino también porque el mercado no hará nunca unos cambios que vayan contra las cuentas de resultados de las grandes corporaciones y poderes financieros. Necesitamos que lo público y lo común se imponga sobre el mercado y los intereses del capital, y que las políticas públicas sean preponderantes. El desarrollo de lo público debe servir para transformar el sistema de producción, distribución y consumo, de manera que puedan satisfacerse las necesidades de la población con un consumo energético y de materias primas muy inferior al actual. Ello conlleva medidas como la relocalización de muchas de las industrias que se han deslocalizado hacia lugares lejanos, la transformación del sistema productivo para dejar de fabricar productos suntuarios, la organización a gran escala del consumo de proximidad, la reducción drástica del transporte derivada de lo anterior, el desarrollo de la industria de la reparación, o la transformación radical de todo el sistema agroalimentario.
Debemos afirmar con rotundidad que hay alternativas frente al colapso, pero con no menos rotundidad debemos explicar que los cambios a realizar son de gran calado. No sirven las pequeñas reformas que dejan intacto el sistema.
De acuerdo con eso, el colapso sobrevendría cuando superáramos cierto nivel de calentamiento global y se produjese un cúmulo de impactos climáticos a los que ya no podríamos hacer frente (sequías gigantescas, incendios imposibles de apagar, ciclones y lluvias torrenciales de grandes dimensiones, pérdida generalizada de cosechas...), impactos que vendrían acompañados de otras crisis no menos graves, como son la escasez de agua potable, la creciente insuficiencia de recursos energéticos y minerales, las crisis financieras derivadas de lo anterior y, finalmente, la ruptura en mil pedazos de la cadena internacional de suministros. El colapso no tendría por qué producirse de forma repentina, sino que podría irse dando por etapas, generando situaciones que serían cada vez más graves, al tiempo que disminuirían nuestros medios para hacerles frente. Pero, sea más lento o más abrupto, el colapso daría lugar a situaciones generalizadas de hambre y sufrimiento humano.
Hay muchos ecologistas que advierten desde hace tiempo que no estamos afrontando con rigor la emergencia climática (ni las demás crisis relacionadas con los límites planetarios) y ello nos llevará indefectiblemente al colapso. Y el acerbo debate al que me refiero surge cuando otros ecologistas acusan a los primeros de colapsistas y dicen que divulgar la idea del colapso es desmovilizador y no ayuda a luchar contra la emergencia climática. Hablar de colapso, según esta postura, favorecería el pesimismo y la resignación: «si estamos condenados a sufrir una hecatombe global, para qué movilizarnos ahora para cambiar las cosas». Esta lucha, dicen, requiere que la gente tenga esperanza, que crea que aún es posible afrontar la emergencia climática, que centre su atención en los logros concretos que podemos alcanzar... Y así han surgido campañas como aquella que llevó por eslogan: «basta de distopías, volvamos a imaginar un futuro mejor», o libros que hablan contra «el mito del colapso».
Creo que el debate así planteado no le está haciendo ningún favor a la lucha climática y ecosocial. Se ha formulado como un debate entre quienes hablan del colapso como si lo creyeran inevitable y quienes rechazan esa idea, y la cosa no es tan simple. El colapso, ciertamente, no es inevitable, pero es una amenaza muy real, algo a lo que llegaremos si no hacemos un cambio de rumbo radical. En realidad, es algo hacia lo ya que estamos yendo, y sí, podemos evitarlo, o al menos evitar sus impactos más graves, pero solo si nos apresuramos a hacer un conjunto de cambios profundos, generalizados y sistémicos. Creo que la amenaza que tenemos en el horizonte debe ser explicada sin paliativos, por muy aterradora que resulte, de la misma forma que deben ser explicadas, sin edulcoramiento alguno, las dimensiones de los cambios que debemos realizar para evitar el colapso.
Lo primero que debemos reconocer es que ya estamos en una situación de emergencia climática. Se ha utilizado mucho este término (gobiernos y parlamentos han declarado la emergencia climática), pero ningún gobierno se comporta como si de verdad se tratara de una emergencia, y menos aún los poderes económicos. Tampoco la ciudadanía lo ha asumido de forma mayoritaria, a juzgar por las opciones políticas que se votan por doquier. La emergencia climática no parece haberse entendido.
Y, sin embargo, en los últimos años hemos estado sobrados de evidencias acerca de la gravedad de la emergencia. Llevamos tiempo batiendo los récords de temperatura año tras año, tanto en tierra como en los océanos; el verano boreal del 2023 fue el más cálido de los últimos 100.000 años (según un estudio publicado en BioScience); las olas de calor y los incendios de los últimos años han alcanzado dimensiones históricas, como los huracanes y las DANA. La crisis climática se acelera y, a medida que siga avanzando, las olas de calor, los incendios, las sequías y las inundaciones irán volviéndose más devastadoras; y con ello aumentará la pérdida anual de las cosechas y la escasez de agua potable. En el 2019, más de 11.000 científicos firmaron una carta en la que se decía que, si no se realizan acciones a gran escala, el cambio climático provocará «sufrimientos humanos indecibles».
De eso hablamos cuando utilizamos el término emergencia climática. Y no solo de eso. También hay que saber que, si seguimos calentando la atmósfera, vamos a desatar procesos naturales de retroalimentación que ya no podremos controlar de ninguna manera y que constituirán una amenaza existencial para la especie humana. El permafrost ha comenzado ya a descongelarse y puede liberar a la atmósfera una calidad de metano y de CO2 que lleve a estadios muy superiores de calentamiento; como también puede liberar esos gases de efecto invernadero el deshielo de los polos o el desequilibrio de los clatratos de metano que hay en las plataformas continentales de los océanos; o como puede hacerlo la muerte de los bosques. La posibilidad de superar esos puntos de inflexión es lo que más preocupa a los científicos. El IPCC dijo en el 2022 que pueden estar más cerca de lo que antes se creía y que con un calentamiento que se acerque a 2 ºC podríamos sobrepasar ya el umbral crítico en el que todo comience a acelerarse. La humanidad ha entrado en un terreno desconocido: desde que existe la agricultura y las civilizaciones humanas nunca habíamos tenido una temperatura atmosférica como la actual y mucho menos como la que podemos llegar a alcanzar.
Y el cambio climático es solo uno de los límites planetarios que estamos sobrepasando, de modo que la amenaza de colapso es evidente. No creo que desde la ciencia y el ecologismo deban esconderse estas realidades por miedo a provocar desánimo o resignación. Es más, no creo que la comprensión de la realidad provoque desmovilización. Bien al contrario, la juventud comenzó a movilizarse por el clima cuando estas cosas llegaron a su conocimiento. De modo que las dimensiones de la amenaza climática y el riesgo de colapso deberían ser explicados en toda su amplitud. Como también debe explicarse cuáles son las alternativas, cómo puede afrontarse la emergencia y cómo puede evitarse finalmente el colapso. Porque estamos obligados a tratar de evitarlo.
Y la alternativa no pasa por mantener una economía y un sistema que requiere de un crecimiento económico continuado. El actual modelo capitalista tiene una demanda energética en aumento que impide prescindir de los combustibles fósiles por más que se desarrollen las energías renovables. Estas están creciendo mucho, y ello es bueno, ya que, de otra manera, las cosas estarían peor de lo que están; pero el uso de combustibles fósiles no desciende, ni tiene perspectivas de hacerlo a corto plazo, como mostró el último informe de la Agencia Internacional de Energía presentado en vísperas de la COP29. Muchos gobiernos de todo el mundo se comprometieron en torno al 2020 a que en el 2030 habrían reducido sus emisiones a la mitad, pero estamos entrando en la mitad de la década y las emisiones siguen creciendo, como nos ha dicho el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente también antes de la COP29.
Todas las promesas climáticas de los gobiernos y las corporaciones son papel mojado si no consiguen reducir las emisiones de forma drástica, y eso no se logrará si todos los grandes negocios emisores siguen creciendo. Las empresas petroleras y gasistas, las automovilísticas, las agroindustriales, la industria ganadera, las aerolíneas, el transporte internacional, todos los que nos han conducido a la emergencia climática y ecosocial siguen con sus negocios y hacen lo posible por ampliarlos, y así no es posible reducir las emisiones. En todo caso, se reducen en una región (la UE), pero a costa de aumentarlas en otras, allá donde se lleva la producción de lo que consumimos.
Preguntarnos cómo construimos una alternativa real al actual estado de cosas nos lleva a reflexionar sobre otra crisis muy relacionada con la climática: la crisis de la desigualdad. La brecha entre las personas más ricas y el resto no ha hecho más que incrementarse y cada crisis económica ha servido para ello. Incluso la generada por la pandemia, en la que buena parte de la población mundial se empobreció (el número de pobres aumentó en 160 millones según Oxfam), sirvió para que otra se enriqueciese, y el número de multimillonarios creció en un 13,4 %, como informó Wealth-X. Las crecientes desigualdades son una amenaza civilizatoria que incluso reconocen los grandes poderes económicos, como se muestra en Davos, pero, además, están muy relacionadas con el calentamiento global: Oxfam calculó que el 1 % más rico produce tantas emisiones como los dos tercios más pobres de la humanidad. El consumo desmesurado de los ricos es una de las principales causas de la crisis climática.
Las transformaciones que debemos hacer para afrontar la emergencia climática son sistémicas, no solo porque debemos reducir las desigualdades, sino también porque el mercado no hará nunca unos cambios que vayan contra las cuentas de resultados de las grandes corporaciones y poderes financieros. Necesitamos que lo público y lo común se imponga sobre el mercado y los intereses del capital, y que las políticas públicas sean preponderantes. El desarrollo de lo público debe servir para transformar el sistema de producción, distribución y consumo, de manera que puedan satisfacerse las necesidades de la población con un consumo energético y de materias primas muy inferior al actual. Ello conlleva medidas como la relocalización de muchas de las industrias que se han deslocalizado hacia lugares lejanos, la transformación del sistema productivo para dejar de fabricar productos suntuarios, la organización a gran escala del consumo de proximidad, la reducción drástica del transporte derivada de lo anterior, el desarrollo de la industria de la reparación, o la transformación radical de todo el sistema agroalimentario.
Debemos afirmar con rotundidad que hay alternativas frente al colapso, pero con no menos rotundidad debemos explicar que los cambios a realizar son de gran calado. No sirven las pequeñas reformas que dejan intacto el sistema.