Hace tiempo que este país entró en una rotonda y no hace más que dar vueltas sin saber cómo salir. La política española hace mucho que está fuertemente condicionada por los acontecimientos de Catalunya, como mínimo desde que el Tribunal Constitucional rompió en 2010 el pacto de convivencia que había renovado la reforma del Estatut. Las elecciones del pasado junio han configurado un Congreso de los Diputados donde los dos grupos independentistas catalanes son determinantes para la formación de un nuevo Gobierno, lo que propicia la búsqueda de un camino de salida, aunque sea un callejón estrecho. La alternativa es seguir dando vueltas y esperar a ver qué pasa en la repetición electoral.
Antes de entrar en el meollo de la situación vale la pena reflexionar sobre qué pasó durante la campaña para que la clara victoria de la derecha y la extrema derecha que auguraban las encuestas no se concretara en las urnas. El sondeo postelectoral del CIS, elaborado en septiembre, ha confirmado que tras las elecciones municipales y autonómicas de mayo y la posterior conformación de gobiernos de coalición del PP y Vox se produjo una notable movilización del electorado de izquierdas. Mientras que el 70% de los electores que acabó votando a la derecha o la extrema derecha asegura que tenía tomada su decisión mucho antes de la campaña, sólo el 60% de los electores del PSOE y apenas la mitad de los de Sumar sabían lo que iban a hacer antes de la pegada de carteles. Cabe interpretar, por tanto, que ha sido el sector del electorado más moderado o menos militante el que ha inclinado al final la balanza, influido posiblemente por el espectáculo de Vox entrando masivamente en las instituciones.
El sondeo postelectoral del CIS también confirma que la movilización del electorado femenino ha sido decisiva para evitar el gobierno de derechas. Mientras que las mujeres alcanzan el 56% en el total de votantes del PSOE, es del 51% entre los del PP y del 34 % entre los de Vox. Es llamativo que al partido ultra le vote sólo una mujer por cada dos hombres. El electorado femenino también ha sido mayoritario en Sumar (52%), lo que contrasta con anteriores elecciones, con más votantes hombres que mujeres a las candidaturas situadas a la izquierda del PSOE.
La realidad que reflejan las cifras electorales es ciertamente compleja, incluso contradictoria. Los resultados obtenidos por los partidos independentistas catalanes han sido malos. Han sentado en el Congreso 14 diputados (7 de ERC y 7 de Junts), cuando en la legislatura anterior tenían 23 (13 de ERC, 4 de Junts, 4 del PDeCat y 2 de la CUP). El PSC ha obtenido más votos y escaños que todos los independentistas juntos y tanto ERC como Junts no sólo han sido superados en votos por los socialistas, sino también por Sumar y el PP, lo que los sitúa en el cuarto y quinto lugar del ránking establecido el 23-J por los votantes catalanes.
Estos pobres resultados, sin embargo, no impiden que la configuración del conjunto de la Cámara los sitúe en una posición de fuerza al quedar en sus manos buena parte de la responsabilidad de que haya un nuevo Gobierno de coalición presidido por Pedro Sánchez o elecciones el 14 de enero próximo. Fortaleza en la superficie y debilidad en el fondo, una combinación difícil de gestionar que requiere una finura política que no se adivina en las declaraciones públicas de los dirigentes independentistas, aunque se aprecia en algunos gestos, como el reencuentro de Junts con el pragmático PNV.
La derrota de Alberto Núñez Feijóo y la eventual reelección de Pedro Sánchez se han fraguado en Catalunya, que aporta 48 diputados de 350, casi la séptima parte del Congreso. En la sesión de investidura fallida del presidente del PP, 40 diputados catalanes votaron en contra (39 por la equivocación de Eduard Pujol en la segunda votación) y sólo 8 a favor, 32 votos de diferencia. Si a estos se suman los 14 votos de diferencia entre los diputados vascos resulta que Feijóo perdió en los dos territorios que se reclaman como nación por 46 votos, que no logró compensar con la diferencia de 40 votos a favor que logró entre los diputados del resto de España. Visto desde el ángulo opuesto, sin Catalunya y el País Vasco, Pedro Sánchez habría sufrido una dura derrota.
Si hay algo que se demuestra elección tras elección es que en España hay tres sistemas de partidos: el catalán y el vasco, donde los grupos nacionalistas tienen un papel determinante, y el del resto del territorio, donde se impone el bipartidismo PP-PSOE, más o menos atenuado por otros grupos de ámbito estatal o local. Los diferentes sistemas de partidos responden objetivamente a realidades nacionales diversas, cuya articulación se apunta en el artículo dos de la Constitución, que reconoce la existencia de “nacionalidades”, pero que no ha evolucionado hacia una estructura plurinacional. Al contrario, durante el largo periodo de gobiernos de Felipe González se optó por la uniformización de las autonomías, el denominado ‘café para todos’, y luego José María Aznar fijó la actual estructura autonómica como la máxima descentralización posible.
Encontrar un camino por el que salir de la rotonda y circular, aunque sea con lentitud, requiere echar mano de la inteligencia política. Y de grandes dosis de realismo. El proceso que condujo a la crisis de 2017 estuvo plagado de errores atribuibles sobre todo al Partido Popular y su entorno de poder, por un lado, y a los grupos independentistas, por el otro. Una diferencia importante entre unos y otros es que el nacionalismo español ha crecido de manera saludable fomentando una guerra contra el enemigo interior catalán (o vasco, tanto da) aunque a veces lo hiciera con torpeza, mientras que al nacionalismo catalán el choque frontal lo ha metido en un callejón de difícil salida. Aunque al principio parecía que la ineptitud de Mariano Rajoy (aparente o real) era una máquina de fabricar independentistas, el tiempo ha mostrado que el enfrentamiento directo tenía mucho de trampa.
En 2017 se produjo un conflicto entre el principio de legalidad y el principio democrático en el que ninguna de las partes se tomó en serio buscar un equilibrio que conciliara a ambos. El Gobierno del PP se negó a negociar cualquiera de las reivindicaciones planteadas desde Catalunya y abordó la situación como un problema de orden público y de imposición de la legalidad. Los dirigentes independentistas catalanes, por el contrario, se aferraron al principio democrático, aunque ello comportara contravenir la Constitución y un montón de leyes. Se impuso el más poderoso, prevaleció el principio de legalidad y los dirigentes independentistas acabaron en la cárcel o en el exilio.
En aquel momento se constató un doble desequilibrio. La fuerza del Estado era inmensamente superior a la de la Generalitat, hasta el extremo de que fiscales y jueces no tuvieron inconveniente en construir abusivamente la ficción de que en Catalunya se había producido una rebelión, a pesar de que no se había disparado ni un tiro. Con ello pudieron meter pronto en la cárcel a los principales dirigentes del procés. Un segundo desequilibrio era aún más lacerante: el Gobierno del PP y los poderes que lo apoyaban iban en serio mientras que los dirigentes independentistas iban de farol, como reconoció pronto la exconsellera Clara Ponsatí.
El nacionalismo español articulado en torno al PP y Vox y con potentes aliados judiciales, económicos y mediáticos sigue siendo hoy tan poderoso como en 2017, lo que imposibilita que el problema de fondo pueda resolverse con la correlación de fuerzas que muestra el resultado de las últimas elecciones. La derecha y la extrema derecha no han conseguido formar Gobierno, pero han dejado claro que avanzar en la amnistía o hacia cualquier consulta que sugiera, aunque sea remotamente, que se ejerce la autodeterminación en Catalunya, será combatida con fiereza con todos los medios necesarios, legales y no tan legales, como ya demostró hace seis años.
Cualquier actuación ha de tener en cuenta esta realidad. Obviarla volvería a llevar a los mismos resultados que en 2017. Pero los resultados de julio tienen la virtud de volver a situar al partido socialista en la encrucijada y le obligan a tomar una decisión importante. O compra el relato de la derecha y se convierte en un actor secundario de la política española por mucho tiempo o abre un camino, por estrecho que sea, que conduzca hacia una eventual resolución del conflicto y garantice que sigue siendo un partido importante. De la mano de Pedro Sánchez vuelve a optar por esta segunda vía.
Pese a las amenazas de la derecha, la herramienta escogida para abrir ese camino es la amnistía. No supone ninguna concesión ideológica y evita que el goteo de juicios a cargos medios de la Generalitat y simples ciudadanos prolongue el conflicto durante años y siga envenenando las relaciones. Supone el reconocimiento de que un conflicto político no debería haberse judicializado, un error que un Gobierno del PP jamás admitiría, pero sí puede hacerlo, corriendo grandes riesgos, un Gobierno progresista.
Para que la búsqueda de esa senda de salida fructifique, los partidos independentistas han de poner de su parte. Fundamentalmente han de reconciliarse con la realidad. Las grandes palabras y las ampulosas gesticulaciones llevaron al fracaso, aunque sigan simulando que aquello fue una gran victoria. Marcarse objetivos inalcanzables a corto plazo lleva a la frustración, como ha quedado demostrado. Plantear ahora la amnistía como un triunfo, que lo es, parece más inteligente que llorar por la autodeterminación que pudo ser y no fue.
Aunque desagrade a los partidos independentistas es objetivamente importante consolidar en Catalunya un amplio espacio que incluya las fuerzas nacionalistas y las de izquierdas, lo que representó en la transición el catalanismo político, aunque ahora adopte formas distintas. Son el conjunto de esas fuerzas las que han ganado a la derecha españolista por 40 a 8 y evitado un gobierno de la derecha con la extrema derecha. Es bueno recordar que un edificio sólido se construye a partir de los cimientos.
El 23-J ha abierto esa oportunidad. Si no se aprovecha se celebrarán elecciones el 14 de enero, de las que cabe esperar uno de estos dos resultados: que el nuevo Congreso sea muy parecido al actual y se haya malgastado tiempo y confianza o que la derecha logre su objetivo de regresar a la Moncloa de la mano de la extrema derecha.
Antes de entrar en el meollo de la situación vale la pena reflexionar sobre qué pasó durante la campaña para que la clara victoria de la derecha y la extrema derecha que auguraban las encuestas no se concretara en las urnas. El sondeo postelectoral del CIS, elaborado en septiembre, ha confirmado que tras las elecciones municipales y autonómicas de mayo y la posterior conformación de gobiernos de coalición del PP y Vox se produjo una notable movilización del electorado de izquierdas. Mientras que el 70% de los electores que acabó votando a la derecha o la extrema derecha asegura que tenía tomada su decisión mucho antes de la campaña, sólo el 60% de los electores del PSOE y apenas la mitad de los de Sumar sabían lo que iban a hacer antes de la pegada de carteles. Cabe interpretar, por tanto, que ha sido el sector del electorado más moderado o menos militante el que ha inclinado al final la balanza, influido posiblemente por el espectáculo de Vox entrando masivamente en las instituciones.
El sondeo postelectoral del CIS también confirma que la movilización del electorado femenino ha sido decisiva para evitar el gobierno de derechas. Mientras que las mujeres alcanzan el 56% en el total de votantes del PSOE, es del 51% entre los del PP y del 34 % entre los de Vox. Es llamativo que al partido ultra le vote sólo una mujer por cada dos hombres. El electorado femenino también ha sido mayoritario en Sumar (52%), lo que contrasta con anteriores elecciones, con más votantes hombres que mujeres a las candidaturas situadas a la izquierda del PSOE.
La realidad que reflejan las cifras electorales es ciertamente compleja, incluso contradictoria. Los resultados obtenidos por los partidos independentistas catalanes han sido malos. Han sentado en el Congreso 14 diputados (7 de ERC y 7 de Junts), cuando en la legislatura anterior tenían 23 (13 de ERC, 4 de Junts, 4 del PDeCat y 2 de la CUP). El PSC ha obtenido más votos y escaños que todos los independentistas juntos y tanto ERC como Junts no sólo han sido superados en votos por los socialistas, sino también por Sumar y el PP, lo que los sitúa en el cuarto y quinto lugar del ránking establecido el 23-J por los votantes catalanes.
Estos pobres resultados, sin embargo, no impiden que la configuración del conjunto de la Cámara los sitúe en una posición de fuerza al quedar en sus manos buena parte de la responsabilidad de que haya un nuevo Gobierno de coalición presidido por Pedro Sánchez o elecciones el 14 de enero próximo. Fortaleza en la superficie y debilidad en el fondo, una combinación difícil de gestionar que requiere una finura política que no se adivina en las declaraciones públicas de los dirigentes independentistas, aunque se aprecia en algunos gestos, como el reencuentro de Junts con el pragmático PNV.
La derrota de Alberto Núñez Feijóo y la eventual reelección de Pedro Sánchez se han fraguado en Catalunya, que aporta 48 diputados de 350, casi la séptima parte del Congreso. En la sesión de investidura fallida del presidente del PP, 40 diputados catalanes votaron en contra (39 por la equivocación de Eduard Pujol en la segunda votación) y sólo 8 a favor, 32 votos de diferencia. Si a estos se suman los 14 votos de diferencia entre los diputados vascos resulta que Feijóo perdió en los dos territorios que se reclaman como nación por 46 votos, que no logró compensar con la diferencia de 40 votos a favor que logró entre los diputados del resto de España. Visto desde el ángulo opuesto, sin Catalunya y el País Vasco, Pedro Sánchez habría sufrido una dura derrota.
Si hay algo que se demuestra elección tras elección es que en España hay tres sistemas de partidos: el catalán y el vasco, donde los grupos nacionalistas tienen un papel determinante, y el del resto del territorio, donde se impone el bipartidismo PP-PSOE, más o menos atenuado por otros grupos de ámbito estatal o local. Los diferentes sistemas de partidos responden objetivamente a realidades nacionales diversas, cuya articulación se apunta en el artículo dos de la Constitución, que reconoce la existencia de “nacionalidades”, pero que no ha evolucionado hacia una estructura plurinacional. Al contrario, durante el largo periodo de gobiernos de Felipe González se optó por la uniformización de las autonomías, el denominado ‘café para todos’, y luego José María Aznar fijó la actual estructura autonómica como la máxima descentralización posible.
Encontrar un camino por el que salir de la rotonda y circular, aunque sea con lentitud, requiere echar mano de la inteligencia política. Y de grandes dosis de realismo. El proceso que condujo a la crisis de 2017 estuvo plagado de errores atribuibles sobre todo al Partido Popular y su entorno de poder, por un lado, y a los grupos independentistas, por el otro. Una diferencia importante entre unos y otros es que el nacionalismo español ha crecido de manera saludable fomentando una guerra contra el enemigo interior catalán (o vasco, tanto da) aunque a veces lo hiciera con torpeza, mientras que al nacionalismo catalán el choque frontal lo ha metido en un callejón de difícil salida. Aunque al principio parecía que la ineptitud de Mariano Rajoy (aparente o real) era una máquina de fabricar independentistas, el tiempo ha mostrado que el enfrentamiento directo tenía mucho de trampa.
En 2017 se produjo un conflicto entre el principio de legalidad y el principio democrático en el que ninguna de las partes se tomó en serio buscar un equilibrio que conciliara a ambos. El Gobierno del PP se negó a negociar cualquiera de las reivindicaciones planteadas desde Catalunya y abordó la situación como un problema de orden público y de imposición de la legalidad. Los dirigentes independentistas catalanes, por el contrario, se aferraron al principio democrático, aunque ello comportara contravenir la Constitución y un montón de leyes. Se impuso el más poderoso, prevaleció el principio de legalidad y los dirigentes independentistas acabaron en la cárcel o en el exilio.
En aquel momento se constató un doble desequilibrio. La fuerza del Estado era inmensamente superior a la de la Generalitat, hasta el extremo de que fiscales y jueces no tuvieron inconveniente en construir abusivamente la ficción de que en Catalunya se había producido una rebelión, a pesar de que no se había disparado ni un tiro. Con ello pudieron meter pronto en la cárcel a los principales dirigentes del procés. Un segundo desequilibrio era aún más lacerante: el Gobierno del PP y los poderes que lo apoyaban iban en serio mientras que los dirigentes independentistas iban de farol, como reconoció pronto la exconsellera Clara Ponsatí.
El nacionalismo español articulado en torno al PP y Vox y con potentes aliados judiciales, económicos y mediáticos sigue siendo hoy tan poderoso como en 2017, lo que imposibilita que el problema de fondo pueda resolverse con la correlación de fuerzas que muestra el resultado de las últimas elecciones. La derecha y la extrema derecha no han conseguido formar Gobierno, pero han dejado claro que avanzar en la amnistía o hacia cualquier consulta que sugiera, aunque sea remotamente, que se ejerce la autodeterminación en Catalunya, será combatida con fiereza con todos los medios necesarios, legales y no tan legales, como ya demostró hace seis años.
Cualquier actuación ha de tener en cuenta esta realidad. Obviarla volvería a llevar a los mismos resultados que en 2017. Pero los resultados de julio tienen la virtud de volver a situar al partido socialista en la encrucijada y le obligan a tomar una decisión importante. O compra el relato de la derecha y se convierte en un actor secundario de la política española por mucho tiempo o abre un camino, por estrecho que sea, que conduzca hacia una eventual resolución del conflicto y garantice que sigue siendo un partido importante. De la mano de Pedro Sánchez vuelve a optar por esta segunda vía.
Pese a las amenazas de la derecha, la herramienta escogida para abrir ese camino es la amnistía. No supone ninguna concesión ideológica y evita que el goteo de juicios a cargos medios de la Generalitat y simples ciudadanos prolongue el conflicto durante años y siga envenenando las relaciones. Supone el reconocimiento de que un conflicto político no debería haberse judicializado, un error que un Gobierno del PP jamás admitiría, pero sí puede hacerlo, corriendo grandes riesgos, un Gobierno progresista.
Para que la búsqueda de esa senda de salida fructifique, los partidos independentistas han de poner de su parte. Fundamentalmente han de reconciliarse con la realidad. Las grandes palabras y las ampulosas gesticulaciones llevaron al fracaso, aunque sigan simulando que aquello fue una gran victoria. Marcarse objetivos inalcanzables a corto plazo lleva a la frustración, como ha quedado demostrado. Plantear ahora la amnistía como un triunfo, que lo es, parece más inteligente que llorar por la autodeterminación que pudo ser y no fue.
Aunque desagrade a los partidos independentistas es objetivamente importante consolidar en Catalunya un amplio espacio que incluya las fuerzas nacionalistas y las de izquierdas, lo que representó en la transición el catalanismo político, aunque ahora adopte formas distintas. Son el conjunto de esas fuerzas las que han ganado a la derecha españolista por 40 a 8 y evitado un gobierno de la derecha con la extrema derecha. Es bueno recordar que un edificio sólido se construye a partir de los cimientos.
El 23-J ha abierto esa oportunidad. Si no se aprovecha se celebrarán elecciones el 14 de enero, de las que cabe esperar uno de estos dos resultados: que el nuevo Congreso sea muy parecido al actual y se haya malgastado tiempo y confianza o que la derecha logre su objetivo de regresar a la Moncloa de la mano de la extrema derecha.